«En el occidente estaba ya en paz casi toda Hispania, excepto la parte de la Citerior, pegada a los riscos del extremo del Pirineo, acariciados por el océano. Aquí se agitaban dos pueblos muy poderosos, los cántabros y los astures, no sometidos al Imperio”. Esta situación de excepcionalidad que narró Lucio Anneo Flor en su Epitome de Tito Livio duraría poco, pues en el año 29 a. C. el emperador Augusto lanzaría a sus legiones contra estos pueblos, dando con ello inicio a las denominadas Guerras Astur-Cántabras (29-19 a. C.). Pero no fue su carácter levantisco, ni la amenaza que implicaban para la seguridad el Imperio, lo que suscitó que Roma declarara la guerra a los pueblos de las montañas sino, aparentemente, la imperiosa necesidad que tenía el emperador en ciernes de dotarse de prestigio militar, de victorias en el campo del honor, algo absolutamente necesario –conforme a la tradición romana– para ganar el respecto de sus conciudadanos y acceder a los puestos de mayor responsabilidad. En consecuencia, la guerra fue dirigida personalmente por Augusto. Ahora bien, quizá esperaba que la victoria fuera más fácil de obtener, puesto que las Guerras Astur-Cántabras se alargaron hasta una década, y las peculiaridades geográficas del escenario obligaron a Roma a aplicar una estrategia novedosa.