Descripción

En 1858, la Francia de Napoleón III, animada por la fácil victoria de la alianza franco-británica sobre China en la fase inicial de la Segunda Guerra del Opio, emprendió la conquista de Anam. Regido por el emperador Tu Duc, dicho Estado –actual Vietnam–, se negaba a comerciar con el exterior y perseguía sin remisión a los cristianos. La ejecución de varios misioneros dio a Francia la excusa perfecta para afirmar su presencia en el sudeste asiático, donde ya el Reino Unido, los Países Bajos y España contaban con territorios. Precisamente, varios de los frailes martirizados por órdenes de Tu Duc eran españoles, y fue desde Manila donde las noticias de la persecución llegaron a París y a Madrid. El gobierno de Leopoldo O’Donnell, deseoso de que España fuese reconocida como gran potencia, se dejó convencer por Francia para sumarse, sin una perspectiva estratégica clara, a la campaña francesa contra Anam. Principió así una ardua empresa en la que los expedicionarios se adentraron en una región de la que poco conocían, surcada por un sinfín de ríos, con selvas frondosas e inmensas extensiones de pantanos y arrozales. La inicial campaña sobre Hué, la capital imperial anamita, fracasó al no lograr los franco-españoles adentrarse en el país desde la bahía de Turón, lo que llevó al jefe del contingente, el francés Rigault de Genouilly, a desviar la atención sobre Saigón, en la provincia meridional de Cochinchina. Allí se concentraron los esfuerzos franceses y donde las tropas españolas, compuestas por aguerridos y resistentes soldados tagalos, demostraron su pericia en la lucha contra las tropas de Tu Duc, en tanto que el gobierno de Madrid, carente de una política clara, y con la abierta oposición del capitán general de Filipinas a la campaña, supeditó su política a la de Francia. A pesar de su magro balance, la expedición franco-española a Cochinchina de 1858 constituye uno de los episodios más sugestivos de la historia de las campañas militares españolas de la época.