Descripción
Salidos de las mismas estepas centroasiáticas donde encontrara Ciro II el Grande la muerte, descendientes de la misma estirpe que los verdugos del insigne gran rey, los partos heredaron un Irán aturdido y desestructurado, sometido a la dominación macedónica. De la mano de un inteligente empleo de la tradicional espina dorsal de los ejércitos esteparios –el arquero a caballo–, de la última innovación nacida en sus filas hacia el siglo V a. C. –el jinete catafracto– y guiados por la naciente dinastía arsácida, los partos lograron hacerse con el control de los dos tercios orientales del antiguo Imperio persa aqueménida. En el proceso, paulatinamente, se erigieron en legítimos herederos del mismo, a la par que supieron afianzar también las lealtades de sus ahora súbditos de origen heleno, a la par que las de los propios nativos.
En su camino hacia occidente, en el siglo I a. C. el poder del Imperio parto tropezó con el de Roma, recientemente erigida en señora de Anatolia y el Levante. Tras un efímero entendimiento entre ambos titanes en expansión, el tiempo de la diplomacia degeneró rápidamente en un pulso geoestratégico permanente, salpicado de sucesivos baños de sangre y destinado a condicionar la trayectoria histórica del Imperio parto. Su monopolio estratégico sobre los ramales centrales de la Ruta de la Seda le convirtió en objetivo prioritario a batir por sus rivales, tanto en oriente como en occidente, impacientes todos ellos por hacerse con una parte de tan suculento pastel. Atrapados entre sus propios problemas dinásticos y la presión romana, los arsácidas iban a presentar una denodada resistencia durante más de dos siglos. Su poder acabó sucumbiendo, paradójicamente, a un golpe de Estado protagonizado por una nueva dinastía: los sasánidas. Fue mérito, sin embargo, de la hábil resiliencia para salvaguardar la tierra del gran rey, lista para continuar escribiendo innumerables páginas de su singular y épica historia.