El nombre de Almanzor (al-Mansur, “el Victorioso”) evoca en el imaginario colectivo un periodo de apocamiento de los incipientes reinos cristianos frente al inmenso poderío de un califato, el de Córdoba, en pleno esplendor político y militar. Una época en la que los ejércitos musulmanes azotaron hasta la extenuación las ciudades y los territorios del norte peninsular con incursiones incesantes –aceifas–. Almanzor dirigió hasta cincuenta y seis de ellas, algunas tan sonadas como la que culminó con la toma de Santiago de Compostela y el robo de sus campanas que, para mayor agravio, fueron más tarde empleadas como lámparas en la residencia califal. ¿Pero qué motivaba esta agresividad? Debemos recordar que Almanzor no era más que un chambelán (hayib) al servicio de un califa, primero, menor de edad y, durante toda su vida, incapaz –y según algunas fuentes, disminuido–; de modo que, para justificar su asunción del poder, se presentó ante la sociedad andalusí como el campeón del islam, hasta convertirse, aceifa tras aceifa, en el auténtico “azote del año mil”, como ha sido definido. En paralelo, en la segunda mitad del siglo X asistimos a una lucha sorda entre las grandes familias del al-Ándalus y los advenedizos cortesanos de origen esclavo (saqaliba), que debían su influencia exclusivamente a su cercanía al califa. Almanzor satisfacía plenamente los intereses de los primeros pues, por un lado, anulaba al califa y por tanto a su capacidad de repartir prebendas entre advenedizos y, por otro, aseguraba que los recursos del Estado quedaran en manos de la aristocracia tradicional. Solo así se explica el meteórico ascenso de Almanzor y la excepcional situación que se vivió en el califato en sus días. Paradójicamente, bajo el esplendor y la gloria militar, este modelo sirvió de catalizador del inminente final del califato, que apenas sobrevivió unos pocos años tras la muerte del Victorioso. De todo ello hablaremos en las páginas que siguen.